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El Darién, el infierno que madres migrantes camuflan como una aventura para sus hijos

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EFE | Foto: Referencial

Olef y Zeus, dos gemelos inquietos de un año y medio, creen que van a «hacer un safari para conocer animales», es lo que su madre les dijo en el viaje en autobús desde Venezuela para «camuflar» el motivo real: cruzar la peligrosa selva del Darién para llegar hasta Panamá en una escala hacia Estados Unidos.

Con un canguro para llevar a uno de los bebés en el pecho y otro en la espalda, Yasmeri Jalmeida, la madre venezolana, se prepara para la dura travesía de 97 kilómetros entre Colombia y Panamá, donde se encuentra su marido.

A pesar de que lleva meses subiendo con ellos a cerros y haciendo travesías «de más de 70 kilómetros», sabe que será un reto para los tres, pero mantiene la buena actitud gracias a la esperanza de encontrar una vida mejor.

Como ellos, miles de familias con niños se embarcan, entre llantos de los más pequeños que no entienden por qué hace tanto tiempo que no vuelven a casa, en las lanchas que parten de la localidad colombiana de Turbo con destino a Acandí, fronteriza con Panamá y donde comienza la senda salvaje del Darién.

En el primer cuatrimestre de este año, se batió el récord de niños cruzando por el Darién, que según cifras del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) es un 40 % superior que el mismo período del año anterior, con más de 30.000 niños en ruta.

Uno de esos niños, a punto de embarcar, se encuentra con Ángela, una de las trabajadoras de Aldeas Infantiles que acompaña a las familias, mientras le coloca un sello de una cara sonriente en la mano y le dice: «Esto es para que te proteja».

Carpas a la espera

El pueblo costero de Turbo, en la orilla este del golfo de Urabá, está lleno de carpas y resguardos improvisados donde las familias tratan de reunir los 350 dólares que cuesta «el paquete de viaje» -dudoso término que roza la ilegalidad que es guiar a migrantes- que les garantiza alguien les lleve, a través de la selva, hasta la frontera con Panamá.

Cada mañana, llueva o haga sol, en la zona llamada por los migrantes «el comedor» porque ahí se ofrecen 1.500 comidas al día, cientos de familias se despiertan y desmontan las carpas.

En una duerme Luz del Carmen, una mujer de 44 años que la recoge y la pone a secar con la ayuda de sus cuatro hijos antes de las siete de la mañana.

Llevan en Turbo 16 días y espera que pronto puedan partir, aunque confiesa a EFE que todavía no han reunido el dinero suficiente para comprar el paquete.

Sin embargo ya tienen preparada el agua, la comida, los medicamentos y las carpas para las noches en la selva, que pueden llegar a ser hasta una semana entera caminando por los estrechos senderos, subiendo las resbaladizas lomas y cruzando ríos, que en cualquier momento pueden crecer y llevárselos por delante.

La empresa turística les prometió que podían pagar medio paquete (175 dólares por persona): «Dicen que uno paga medio paquete y se queda en Acandí» hasta que los guías locales hagan «un barrido» y se lleven a todo aquel que esté en la orilla esperando, explica la madre.

Nido de accidentes

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La del Darién es una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo porque carece de una infraestructura adaptada para el paso masivo de personas y es escenario de resbalones por caminos empinados, caídas en abismos, ahogamientos en ríos o ataques de animales salvajes e insectos.

Las rutas las controla, en la parte colombiana, el Clan del Golfo, el mayor grupo criminal del país, y una vez se adentran en Panamá, delincuentes y otros grupos someten a los migrantes a atracos e incluso a violaciones sexuales masivas.

Tampoco hay números que reflejen la tragedia: en el Darién se sabe cuántas personas salen -más de 195.000 en lo que va de año- pero no los muertos que se quedan.

A todo eso se le suma el cierre de trochas y pasos fronterizos ordenado por el nuevo presidente panameño, José Raúl Mulino, que comenzó con alambradas de púas en medio de la selva.

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