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¡Habla, pueblo, habla!, por Gustavo J. Villasmil-Prieto

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«¡Hey, muchachos!», nos llamó papá aquel día durante la cena, «! parece que se murió Franco!». Fue hace casi 50 años, el 20 de noviembre de 1975. Horas antes, un siempre lúgubre Francisco Arias Navarro – tan lúgubre como el régimen cuyo gobierno encabezaba– lo había anunciado en Televisión Española, cuyas emisiones eventualmente podían ser retransmitidas vía satélite para ser vistas en las pantallas de nuestros vetustos televisorcitos Phillips® en blanco y negro de entonces: «españoles», anunció, «Franco ha muerto».

Muchos años después conocí de primera mano algunos detalles médicos de aquella horrible opereta consistente en mantener a toda costa el pulso del dictador mientras a las eminencias grises de su régimen se les ocurría qué hacer para que le sobreviviera. Así me lo contaría mi mentor en el Gregorio Marañón de Madrid, el cardiólogo y fino escritor doctor Rafael Rubio Sanz, a lo largo de aquellas gratísimas tardes de tapas por los bares de la calle del Doctor Esquerdo, cerca del hospital, después del trabajo.

El viejo dictador agonizaba y por El Pardo se hizo desfilar a lo más granado de la medicina española de entonces. Unas morbosas gráficas publicadas en la prensa sensacionalista lo mostraron moribundo, sin que hubiera «bala de plata» que parara aquel acabose institucional y político. Ni la famosa mano incorrupta de Santa Teresa le funcionó: Franco se moría y con él, como luego se vio, el régimen de 40 años instalado sobre las ruinas de la pavorosa Guerra Civil del 36 al 39.

Será la de Torcuato Fernández-Miranda la «master mind» llamada a resolver tamaño lío. Ya había operado estelarmente en 1969, cuando Juan Carlos de Borbón fuera designado sucesor de Franco «a título de Rey». La finura de dicha operación no fue poca, como quiera que al declarar la restauración de la monarquía y no una sucesión, el franquismo se estaba cargando al por el Dictador muy odiado Don Juan de Borbón, Duque de Barcelona, el hijo y padre de rey que, sin embargo, nunca lo sería. El llamado «Caudillo de España por la Gracia de Dios» murió. Coronado rey, tocó a Don Juan Carlos nombrar gobierno tras la renuncia del desangelado Arias Navarro.

El franquismo agonizante todavía tenía cartas que jugar y no dudó en moverlas, presentando al monarca una terna escogida entre los suyos. La integran Federico Silva y Gregorio López-Bravo, conocidos barones del franquismo, completándola con un hasta entonces oscuro funcionario del que alguien una vez dijo, tenía «pinta de gerente de tienda de «El Corte Inglés»: Adolfo Suárez.

Don Juan Carlos no lo duda y designa a Suárez como jefe de Gobierno, para disgusto de un franquismo rancio al que siempre le aseguraron que Don Paco lo había dejado todo, como lo prometiera mil veces, «atado y bien atado». Adolfo Suárez lo tiene claro: España habría de conocer la democracia no por la vía de repetir los errores (¡y horrores!) de sus dos calamitosas repúblicas, sino por la de la monarquía constitucional. El instrumento clave para ello será la ley para la Reforma Política de 1976 que el gobierno bajo su dirección llevaría a referéndum el 15 de diciembre de aquel mismo año.

La campaña fue intensa. Llamar a votar a una España no habituada a hacerlo exigía a los promotores de un instrumento jurídico destinado a meterle un torpedo en la línea de flotación del viejo régimen el mejor de sus esfuerzos para que el «si» ganara «por goleada». Pero el franquismo estaba dispuesto a sobrevivir aún sin Franco y no se las puso fáciles.

*Lea también: El cambio se expresará en cada voto, por Roberto Patiño

Se mueven los excombatientes, los «camisas viejas» del Movimiento Nacional, la Falange y demás organizaciones surgidas durante el régimen y favorecidas por él. Pese a ello, el entusiasmo en la calle es incontenible. En el mismo viejo Phillips® de casa lo veíamos durante las emisiones meridianas de «El Observador Venezolano»: las paredes de Madrid cubiertas de propaganda llamando al voto, la gente manifestando en las calles entonando canciones que acabarían convertidas en íconos de aquellos días. «¡Habla, pueblo, habla!» fue probablemente la más famosa de todas:

«Habla, pueblo, habla.

Tuyo es el mañana.

Habla y no permitas que roben tu palabra.

Habla, pueblo, habla.

Habla sin temor.

No dejes que nadie apague tu voz»

Tendría yo 14 años y aún lo recuerdo. Aquella agrupación vocal que interpretara e hiciera célebre a «¡Habla, pueblo, habla!» en la España en transición de 1976 – casualidades de la historia– se llamaba «Vino Tinto» y estaba integrada por estudiantes.

Medio siglo después nos toca exhortarnos a nosotros mismos precisamente a ello, a hablar. Hablar fuerte y claro. Hablar en nombre de nuestros presos políticos, de nuestros muertos y de nuestros casi 8 millones de emigrados; hablar por nuestros 500 mil hermanos venezolanos que mendigan de un hospital público a otro por la operación que necesitan, por los miles de ancianos sin fuerzas para atravesar el Darién que atrás quedaron y que viven con el padrenuestro en la boca orando por el hijo o nieto que se les fue. Hablar por los que todo lo dieron, hasta la propia vida. Por los que vieron esfumarse el esfuerzo de años, por los olvidados, por los despreciados del poder, por todos ellos digo: el 28J, ¡habla, pueblo, habla! ¡Habla, Venezuela!

Tu hora ha llegado.

Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

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