A la Prof. Consuelo Ramos
A la memoria de Cleren Chirinos
Mientras hojeaba el manuscrito en el sofá del consultorio, Martín de la Hoz recordó en voz alta el expresivo pasaje de Bossuet en el Discours sur l’histoire universelle, de 1681:
—“En Egipto se llamaba a las bibliotecas el tesoro de los remedios del alma. En efecto, curábanse allí de la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y fuente de todas las demás”.
De la Hoz me explicó que Bossuet se basó en una referencia muy anterior, la Biblioteca histórica de Diodoro Sículo, donde se describe el templo del Ramesseum: “Sobre la biblioteca sagrada está inscrito: ‘Este es el lugar del remedio del alma’”.
—El Ramesseum, doctor, es la “Casa del millón de años” de Ramsés II, un impresionante complejo arquitectónico en Tebas, construido por el célebre faraón para ser su templo funerario. Tiempo no le faltó para terminarlo en veinte años, los primeros de su largo reinado de casi siete décadas, en las que destacó por una pasión constructora de edificaciones para la posteridad. Por asombroso que parezca, Ramsés II, conocido como el potente y duradero, no es el dueño del récord de mando de todos los faraones, porque ese corresponde a Neferkara Pepy, o Pepy II, último gran faraón del Imperio antiguo de Egipto, quien estiró su mandato hasta los imposibles ¡94 años!
A de la Hoz le gustaba especular que la biblioteca, en esa época remota, podría haber sido vista como un gran centro médico para los males del alma, y a su bibliotecario como el médico y farmacéutico que resguardaba allí su precioso instrumental terapéutico:
—Antiguos papiros escritos desde los tiempos de Imhotep, aquel que vino de lejos, ¡2.700 años antes de Cristo! —dijo exaltado—. ¡Ahí podría estar la respuesta a mi problema!
Al hablar de su “problema”, De la Hoz se refería al pertinaz insomnio que había devastado su muy sensible sistema nervioso y me relató que, en una decisión impulsiva, había tomado un vuelo hasta Egipto, sin importarle el enrarecido clima político del momento, y se dirigió hasta la antigua Tebas, donde pudo acceder al vetusto templo que hemos descrito. Sin saber muy bien cómo, inmediatamente al entrar, fue presa de un sueño profundo, a la manera del sueño curador que muchos siglos después describieran los griegos en los santuarios de Asclepios: en el ábaton, espacio ubicado en la antesala del templo, los pacientes pasaban por la incubatio, sueño profundo inducido por los iatromantes (sacerdotes curadores), quienes luego prescribían sus pócimas y brebajes. Efectivamente, de la Hoz fue curado y, a su regreso, se permitió compartir conmigo su experiencia:
—Doctor, mientras caía en la sedación más profunda que he experimentado en mi vida, mis párpados se tornaron pesados, se cerraron lentamente y, de forma repentina, ¡me encontré en la Biblioteca Municipal de Buenos Aires!, donde Borges ejerció como director varios años. De hecho, inmediatamente tropecé con el segundo ciego más genial de la historia de la literatura, pues él jamás le disputaría esa distinción a Melesígenes, el aedo magnífico, también conocido como Homero.
Borges, parsimonioso como siempre, me dijo al oído: —Lento en mi sombra, la penumbra hueca / exploro, con el báculo indeciso, / yo, que me figuraba el paraíso / bajo la especie de una biblioteca.
Y le dije: —sí, Borges, es su Poema de los dones, claro que lo recuerdo, qué le puedo decir, usted siempre está presente en la vida de sus lectores. Pero respóndame, por favor, ¿usted me puede sanar?
En eso interrumpió Quevedo: —Apártese, Borges, desde ahora este es mi paciente y queda a mi cuidado. —Y me señaló: —Retirado en la paz de estos desiertos/ con pocos, pero doctos libros juntos/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con los ojos a los muertos. Si no siempre entendidos, siempre abiertos/ o enmiendan o fecundan mis asuntos/ y en músicos, callados contrapuntos/ al sueño de la vida hablan despiertos.
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—¡Caramba, don Francisco! —exclamé— Al final parece que sí fueron felices sus años en la Torre de Juan Abad, pero, ¡voto a bríos!, insisto, el fin de mi visita no es literario, sino estrictamente médico.
—Tu caso es complicado, hijo mío —se sinceró—. Puede que sea la hora de Parménides.
El filósofo, quien tenía rato rondando por allí sin ser advertido, se acercó y me dijo: —Aquí hay dos vías, la primera, que es y no puede ser que no sea y la segunda, que no es y es preciso que no sea.
Evidentemente, doctor, aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla histórico-literaria, cuando vino en mi auxilio Platón, recitando su Cármides: —Así como no es lícito curar los ojos sin curar la cabeza, ni la cabeza sin curar el cuerpo, así tampoco el cuerpo puede ser curado sin curar el alma, y esta es la causa por la cual entre los griegos son impotentes los médicos frente a la mayor parte de las enfermedades, porque desconocen el todo sobre el que debiera actuar su cuidado, y con cuyo malestar es imposible que una parte pueda estar bien. Pues todo, decía él, así lo bueno como lo malo, brota del alma, para el cuerpo y para el hombre entero, y fluye desde ella como del cuerpo los ojos; por lo cual es ella la que, ante todo y sobre todo hay que tratar, si se quiere el bienestar de la cabeza y de todo el cuerpo. Pero el alma, oh bendito, me dijo, es curada con ciertos ensalmos.
Me empecé a sentir mejor y recordé aquel episodio de Patroclo al curar la herida de la flecha que padecía Eurípilo, entreteniéndolo con palabras durante su hábil intervención quirúrgica: “Patroclo permaneció en la tienda del valiente Eurípilo, deleitándole con palabras (éterpe lógois) y curándole la grave herida con drogas que le mitigaban sus acerbos dolores”.
Platón se entusiasmó por mi apelación a la mitología y me quiso ayudar de nuevo recordando el diálogo de Hipólito entre la nodriza de Fedra y la de Medea: —Estás enferma: pon término a tu mal con algún remedio feliz. Hay ensalmos (epódaí) y palabras encantadoras y aparecerá un remedio para tu mal.
Ya estaba por abandonar el sagrado recinto cuando apareció Bolaño, el grande de Chile, a despedirme: —Ahora que ya estás bien, sigue mi ejemplo: para mí, mi patria es mi hijo y mi biblioteca.
—Realmente es sorprendente su testimonio, de la Hoz —comenté cuando dio fin a su relato—. Siempre he pensado que un médico aprende mucho más de sus pacientes que de cualquier libro, pero usted ha dado con la mezcla perfecta porque su curación ocurrió en la biblioteca más antigua del mundo.
De la Hoz pareció no inmutarse con mi intervención. No quiso mostrarme el manuscrito que desde hacía rato hojeaba entre sus dedos. Se levantó anunciando su partida y afirmó con énfasis al decir adiós:
—No lo olvide, doctor, quien tiene una biblioteca, tiene un tesoro: el tesoro de los remedios del alma —y su voz se escuchó profunda y lejana como la de aquellos primeros iniciados cuando leían con emoción sus papiros en el angosto valle del Nilo.