No hay manera de que los cuatro meses transcurridos desde el robo electoral del 28 de julio le hayan reportado al oficialismo un saldo siquiera ínfimamente positivo. No puede ser de otra forma. La apuesta, de una temeridad jamás vista, representa un verdadero salto al vacío. Se trata no sólo de convencer a la inmensa mayoría de los venezolanos y al entorno internacional de que ganaron unas elecciones, que en verdad perdieron por un asombroso 38 por ciento de los votos, y sin dar una sola prueba de ello.
Demasiado pedir. En consecuencia aumentó el aislamiento internacional cuando rompieron relaciones con aquellos países de la región latinoamericana que no aceptaron pasivamente semejante despropósito. Y en el ámbito interno un régimen señalado e investigado como permanente violador de derechos humanos arreció su ola represiva contra quienes espontáneamente salieron a protestar los días 28 y 29 de julio. Como una filosa Espada de Damocles que no cesa de oscilar, hoy es mucho más abultado y condenatorio el expediente del proceso que el régimen tiene abierto en la Corte Penal Internacional.
Las casi dos mil personas, incluyendo menores de edad que permanecen detenidas sin culpabilidad, sin pruebas y sin juicio, apartados de sus ciudades de residencia, sin derecho a defensor privado, en penosas condiciones de reclusión son una requisitoria permanente, que impulsan sus atribulados familiares ante el país y el mundo.
Su coraje y persistencia es un ejemplo que levanta entre la población un muro de solidaridad y resistencia contra los vanos intentos de «pasar la página».
A pesar del cacareado (y enano) crecimiento de la economía, el dólar sigue en una espiral ascendente que coloca el cambio paralelo en no menos de Bs. 50, lo que potencia la amenaza de una nueva disparada inflacionaria y presagia una devaluación. La capacidad adquisitiva de los trabajadores sigue estancada. La crisis de los servicios públicos, principalmente de la energía eléctrica agravada tras el desastre en la planta de gas de Muscar, en Monagas, pone un techo muy bajo a las posibilidades de crecimiento y aumenta la diáspora. Lo que equivale a decir que se reduce el mercado de productores y consumidores y se continúa la pérdida de un recurso humano imprescindible.
Pero nada de eso parece desvelar ni conmover al régimen, que prioritariamente tenía su apuesta en un logro internacional que daban por descontado: la entrada en el grupo de los Brics. Para la cúpula ese éxito hubiera significado la validación, la ansiada certificación, al menos simbólica, que no le pueden dar ni Amoroso y su combo, ni las salas del TSJ convertidas en seccionales del PSUV, ni los aliados recogelatas de la inexistente ALBA. Se opuso y los vetó nada menos que el otrora complaciente Lula, hoy a la cabeza del país líder del continente, octava economía del mundo y uno de los fundadores de los Brics. Ni de allí ni de Colombia vendrá un reconocimiento al inexistente triunfo oficialista.
Si Maduro hubiera ganado el 28 de julio, si tuviera las pruebas en las manos, qué despliegue, qué aquelarre propagandista, qué desaforado lobby internacional hubiéramos visto. Hubieran enviado a Amoroso con una numerosa corte alacranada, que es decir con todas las nefastas connotaciones que el término ha adquirido en el país, a recorrer el mundo con baúles atiborrados de actas, exquisitas presentaciones virtuales y cuantos pronunciamientos hubieran hechos las instancias nacionales.
Todavía más, hoy de todos los postes de todas las ciudades de Venezuela colgarían la reproducción de las benditas actas, con la misma profusión que lo hicieron antes para criminalizar un referéndum revocatorio, y después para promocionar el referéndum del Esequibo y la elección de Maduro y que, por cierto, siguen en la calle como recordatorio del gasto ingente y dispendioso de esos estruendosos fracasos.
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Hoy hemos llegado al punto en que las esperanzas del régimen están puestas, léase bien, en el presidente electo de los EEUU, Donald Trump. Mucho se oye a opositores de ayer que se pasaron con todos los bártulos al régimen y analistas indulgentes alimentar la tesis de que el pragmatismo del republicano es tal que sería capaz de cambiar la aceptación de inmigrantes expulsados por más petróleo y para ello se estaría avanzando en un lobby.
Trump es, ciertamente, impredecible, pero lo más probable es que esas ilusiones se desvanezcan como aquellas que los hicieron jurar que la entrada a los Brics era un gol impepinable. Patearon con todo…y qué lejos pasó el balón…
Gregorio Salazar es periodista. Exsecretario general del SNTP.
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