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El fascismo y sus imprecisiones..POR CARLOS RAUL HERNANDEZ.9 MARZO

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Desde comienzos de la guerra OTAN-Rusia, cancelaron en Europa conciertos de Ana Netrebko y en Varsovia la ópera Boris Godunov de Mussorgsky. Despiden a Valery Gergiev director de la sinfónica de Munich, Placido Domingo no pudo cantar en Moscú…

Los equívocos sobre el concepto de fascismo son moneda corriente. En España, por ejemplo, la izquierda califica de fascista a Vox, un movimiento conservador, que aspira una migración ordenada, como todo aquel que no está bajo el influjo malévolo de Soros y el wokismo, que rechaza la pedofilia, lo que no tiene nada que ver con el fascismo. Fascistas y comunistas usaron en varias ocasiones los mismos métodos, -Podemos, v.g, lo que nos permite pensar que el comunismo solía ser un fascismo izquierdista y el fascismo un comunismo de derecha. Decimos “en ocasiones” deliberadamente. El pequeño ensayo de Umberto Eco, brillante como todo lo que escribió, El fascismo eterno, no ayuda a una definición precisa. Se requeriría saber qué lo hace distinto de otros autoritarismos, lo que no ha resultado muy fácil para los estudiosos. Acaba de aparecer, me comentan, un libro del italiano Antonio Scurati sobre Mussolini, con información nueva.

La pregunta sería ¿qué tiene el fascismo que no tengan otros movimientos políticos basados en la fuerza? Se suele englobar al fascismo italiano con el nacionalsocialismo por los vínculos entre Mussolini y Hitler, su alianza durante la segunda guerra mundial, pero son distintos y es un error confundirlos, aunque no abordaremos esto aquí. Todos los autoritarismos practican en mayor o menor medida la represión, suprimen la libertad de pensamiento, persiguen la prensa libre y los partidos políticos, son caudillistas. Pero rn el plano económico, mientras el comunismo ejerce un control total, con supresión de la propiedad privada, las políticas económicas de Mussolini y Hitler podían caracterizarse como socialdemócratas. Roosevelt manifestó simpatía por Mussolini y viceversa. Dijo que “Mussolini era admirable” y que estaba “profundamente impresionado por lo que había logrado”.

Mussolini, a su vez escribió sobre el New Deal: “el principio de que el Estado ya no deja que la economía se arregle sola, recuerda al fascismo”. El periódico nazi El observador popular comentó “la adopción por Roosevelt del pensamiento nacional socialista en sus políticas económicas y sociales”. Atendiendo a estas ideas, la condición sine qua non, que distingue al fascismo se aprecia en lo que llama Angelo Tasca etapa plebeya del fascismo: violencia “privada” de calle contra quienes no comparten sus opiniones y dan materialidad política y física a la baja pasión. Escraches, agavillamientos, ultrajes personales, boicot a presentaciones de libros y conferencias, manifestaciones de repudio contra obras de arte, son propios de los movimientos identitarios fascistas de izquierda y derecha. Declaran “enemigos del pueblo” a personas concretas y grupos.

Es la prepolítica, estado de barbarie sicológica y palizas físicas, verbales o morales. Es dejar la política a las reacciones bestiales primates, de civiles armados. Ante un estímulo adverso, el cerebro manda a segregar adrenalina, contrae la musculatura, el semblante se hace lívido porque la sangre abandona rostro y tórax, y va a las extremidades para golpear o huir. Miles de años de desarrollo cultural y más de doscientos de democracia controlaron un poco a Hulk, las pulsiones, hostilidad hacia ideas ajenas, y superamos la bioquímica mejor que lo haría un jabalí. Bufar con espumarajos en la boca ante un planteamiento es una pulsión de lo que denominamos fascismo y puede desembocar en palizas y sabotajes. Sustituye los razonamientos por chorros de emoción, moralina o sentimentalismo, recurso gemelo al vacío de instrumentos racionales y emotivos requeridos para hacer sinapsis política. Y por el reverso, ser civilizado implica tanto controlar el estrés y la respuesta agresiva, como lo contrario, los impulsos eróticos que dilatan las pupilas, relajan los músculos y concentran la sangre en otras partes del cuerpo, ante personas o situaciones placenteras, que la civilización también nos obliga a controlar.

Cuentan que Burt Lancaster tuvo que repetir por varios días una escena en traje de baño en la que besaba a Deborah Kerr en la playa (De aquí a la eternidad: Zinnemann, 1953) por ser incapaz de disimular las ostensibles manifestaciones de entusiasmo que le producía, pero jamás saltaría sobre ella. Un Cromañón le hubieran dado a Deborah un estacazo en la cabeza para arrastrarla a la cueva. En la modernidad aparece la teoría de la tolerancia, el control de la pasión política con Locke y Voltaire, contra la violencia identitaria desatada por dos religiones rivales. La Iglesia Anglicana embistió en 1670 contra las disidencias, con asesinatos, torturas, quemas de libros. A monjas acusadas de herejes les daban anchoas en el calabozo y luego les negaban agua. La reacción de Locke fue desafiante y heroica: en Carta sobre la Tolerancia fundamenta filosóficamente el libre albedrío, la libertad de conciencia, y la necesidad de que la autoridad acepte la existencia de diversas concepciones religiosas.

De otro lado del Canal de la Mancha, en Francia católica, décadas después Voltaire reacciona con el mismo coraje: la frase “no comparto tu opinión, pero estoy dispuesto a morir por tu derecho a expresarla” aun siendo apócrifa, contiene la substancia de su obra y de su vida. Indignado por el espurio proceso contra Jean Calas, un honorable comerciante protestante calumniado y ahorcado por los católicos, escribe su valiente Ensayo sobre la Tolerancia. La esencia de ambas obras es la misma. El poder está obligado a “consentir”, “tolerar”, “condescender”, las opiniones disidentes. La sociedad contemporánea asimiló la tolerancia, el “buen talante” y lo convirtió en obligación de las instituciones democráticas que tanto desprecian los radicales. Se transforma en huesos y sangre del Estado de Derecho y cuando una sociedad ya está regida por la separación de poderes que frena la tiranía, la tolerancia pasa a ser una virtud privada más que política.

Antaño en Dinamarca, Groenlandia o Canadá, les importaba poco si el presidente de EE. UU tenía mal carácter, si le gustaban o no sus opiniones, sus costumbres, sus credos religiosos o el negocio a que se dedican para ganarse la vida. Si el gobierno se ponía “intolerante”, peor para él. Nadie más vigilado que el mandatario de una nación libre y tenía que cuidarse más bien de las facturas electorales o de la opinión pública. Eso cambió y ahora son los ciudadanos quienes debe cuidarse de “opiniones de odio”, Ahora hay hombres en prisión por falsas acusaciones woke que se declaran ciertas apriori, un fenómeno muy fascista o comunista que hoy pagan Monedero y Errejón, sus promotores. Los energúmenos en poder eran, hasta hace poco, criaturas anómalas y donde había uno, el mundo estaba al revés y allí los cuasi-ciudadanos, meros habitantes, accidentes demográficos sin derechos, deben vivir aterrados porque al que gobierna no se le ocurra ocupar propiedades, insultar, mandarlos a la cárcel contra la Ley, o lanzar tropas de asalto dirigidas por perdedores desquiciados. Hoy los cuasi-ciudadanos trémulos, agradecen que sea “tolerante”, permita “un poco” de libertad, como si se estuviera ante Robespierre.

@carlosraulher

EL UNIVERSAL

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