Así lo han establecido diversos pensadores y filósofos políticos, preocupados por formular un orden de entendimiento entre los miembros de una comunidad política. Por ejemplo, John Locke en “Ensayo sobre el gobierno civil”, consideró vital que, cuando un gobernante viole el pacto social, los ciudadanos deben desconocer su mandato y rebelarse contra el por los mecanismos institucionales para restablecer el orden infringido.
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Juan Jacobo Rousseau va más allá. Planteó en su “Contrato Social”, que es el pueblo el depositario originario de la soberanía y tiene la plena potestad de delegar dicha soberanía a un cuerpo para que cumpla su mandato. En caso de no hacerlo, el pueblo puede revocar ese mandato, es decir, el mandatario (representante electo) queda sometido al mandante (el pueblo) para cumplir los intereses colectivos.
Si estás consideraciones no se cumplen en la práctica no tiene razón de ser el Contrato Social. El pueblo, fuente originaria de la soberanía, no tiene otra opción que formular un nuevo Contrato Social para que realmente sea cumplido por todos los miembros de la comunidad política. De no llevar a cabo esta obligación el caos comenzará a reinar y se producirá una guerra de todos contra todos, tal como lo previó Thomas Hobbes en “El Leviatán”.
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Hacemos referencia a estos postulados para ubicarnos en la difícil situación de Venezuela. No queda de otra. Evidentemente no podemos hablar de la existencia de un Contrato Social. Maduro terminó de romperlo y los ciudadanos no estamos obligados a reconocer su mandato espurio. ¿Qué hacer entonces? Debe activarse el
Poder Constituyente, originario por naturaleza, para replantear los poderes constituidos y refundar un Estado garante de inclusión, pluralidad y prosperidad económica.
Así han funcionado a lo largo de la historia las civilizaciones. Venezuela no es la excepción. Cuando la gobernabilidad no es factible deben establecerse nuevas reglas del juego para garantizar la convivencia. Para ese nuevo Contrato Social debe convocarse una Asamblea Nacional Constituyente, nos guste o no ante las adversidades institucionales. Lo peor es que se produzca una batalla campal de todos contra todos, tal como ocurrió en el siglo XIX con la Guerra Federal. Por supuesto, dejamos claro que es una propuesta ante la incertidumbre reinante. Lamentable sería acudir al llamado electoral del gobierno para lavarle el rostro o cruzarnos de brazos a esperar el ansiado milagro.
