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Psicopolítica, por Fernando Mires.12 DE ENERO.

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La discusión es más antigua que la cocoa (creo que esto es un chilenismo). Viene quizás desde mediados del siglo XIX cuando aparecieron los primeros cientistas sociales, los que imaginaron que la historia era regida por leyes existentes más allá de la voluntad y de los deseos de los humanos. Antes que nada el marxismo.

Marx, según Hannah Arendt, puede ser considerado el padre de las ciencias sociales. No era precisamente un elogio pues, si entendemos bien a Arendt, los seres humanos, al no ser previsibles, no pueden nunca ser productos terrenales de leyes sobrehistóricas como son las de las ciencias.

Marx, eso parece evidente, imaginaba ser el Darwin de la ciencia social. Aunque debemos ser justos: fue el mismo Marx quien afirmó en sus Manuscritos que todo lo que los seres humanos piensan puede convertirse en algún momento en realidad, con lo cual devolvía a la entidad humana el carácter de sujeto que el mismo había negado. De modo que podríamos decir que, si bien en El Capital Marx era un discípulo de Darwin, en sus Manuscritos era un discípulo de Hegel. Marx, como todos nosotros, era contradictorio consigo mismo, lo que es obvio: el pensamiento es por naturaleza contradictorio. Sin contradicciones es imposible pensar.

¿Qué es más importante para entender el devenir de la historia? ¿el Espíritu Universal, el desarrollo de las fuerzas productivas o la nariz de Cleopatra, según Blase Pascal? Lo primero alude a un pensamiento de donde devienen nuestras ideas y percepciones, los que no alcanzan nunca la totalidad pero, en determinados casos, algunos humanos geniales la rozan (pienso en la música de Bach). Lo segundo, a procesos que mantienen su desarrollo de acuerdo con tendencias que, si se repiten, pueden ser entendidas como leyes. Lo tercero, a la imprevisibilidad de la condición humana. Lo primero es teológico, lo segundo es teleológico y lo tercero, fenomenológico. O sintetizando: la discrepancia se da entre el principio de determinación, que puede ser divino o científico, y el principio de indeterminación. O más reducido aún: entre el causalismo y el casualismo.

Por cierto, no hay nada en este mundo que no esté determinado. Esa es la diferencia entre un milagro y un suceso, según Arendt. Pero, si seguimos una idea de Ernesto Laclau, las determinaciones son siempre débiles pues, si no existe determinación que no sea determinada, ninguna es demasiado determinante. O digamos así: aparte de la idea teológica de Dios, no existe la determinación absoluta. Luego, fuera del campo de la teología, todas las determinaciones son relativas y, con esa afirmación tenemos que aceptar que, sin absolutidad, permanece siempre en la génesis de los sucesos históricos un resto de indeterminación, algo así, como una cuota milagrosa. Ese milagro puede ser una sola persona, o una parte de la persona, como la nariz de Cleopatra, según la irónica tesis de Pascal.

De ahí podemos llegar fácilmente a una deducción:el representante del principio de indeterminación es la persona humana, en espacios débilmente determinados por sucesos también débilmente determinados.

¿Estaba determinado que un día iba a aparecer un Hitler, o un Stalin, o un Franco, o un Putin, o un Al Assad,  o en dimensión latinoamericana- un Pinochet o un Maduro? De hecho, todos esos malhechores son, al igual que la nariz de Cleopatra, determinaciones biológicas. Pero para que hayan ascendido al poder se requería de ciertas determinaciones históricas.

Sin estas últimas Hitler habría podido ser un crítico de arte, Stalin, un sacerdote cristiano ortodoxo, Putin un jefe de algún grupo de vigilancia en un supermercado, Al- Assad un dentista, Franco un milico afeminado y beato, Pinochet un mediocre general jubilado, y Maduro un militante fanático de alguna secta pagana. El hecho es que de pronto las condiciones objetivas y sus «talentos» subjetivos se articulan y dan origen a monstruos como los mencionados. Pero para llegar a ser lo que llegaron a ser, se requería de ciertas condiciones objetivas; entre ellas, un orden político que les permitiera subir por todas las escaleras del poder hasta llegar a la cima, donde se sitúan solitarios, independientes a toda Constitución, a toda ley, a todo orden.

Visto así, la dictadura cuando es ejercida desde la cima del poder por uno, o por poquísimos seres humanos, deja de ser una categoría puramente política para llegar a ser, además, una categoría psíquica. La razón es elemental: no hay dictadura sin dictador y todo dictador es un ser humano que, a diferencias de otros seres humanos, pretende poseer un poder que va más allá de lo humano. Es en este momento cuando las llamadas ciencias sociales deben abrir un hueco para articularse con otras ciencias: me refiero a la psicología, a la psiquiatría, al psicoanálisis.

Voy a explicarme mejor. El ser humano quiere ser. El ser, al querer ser, es expansivo. Todos queremos ser más de lo que somos y lo intentamos en la vida profesional, económica, cultural, política. Pero para seguir siendo necesitamos de, al menos, dos condiciones. Una, son los otros. Sin los otros no somos nada. Nadie es en sí un ser solo, sino al contrario: el ser es la conjunción de varios seres en cada uno.

La segunda condición es que, desde nuestra primera infancia, necesitamos límites para continuar siendo. Más allá del ser situado en su estar, emerge el campo de lo real-sobrehumano (Lacan) pero para acceder a esa realidad necesitamos de nuestra muerte. La cercanía a esa realidad que no es la nuestra, es «el goce» (Lacan, otra vez). Por eso, para vivir en sociedad, nos inventamos límites que nos permitan estar juntos sin necesidad de matarnos unos a otros. En la antigüedad, esos límites eran religiosos. Después, sin ser suprimidos pero sí interiorizados, fueron morales, y en la modernidad occidental al menos, son constitucionales e institucionales. Por eso no hay contradicciones entre la religión, la moral y la Constitución. Todo lo contrario, la Constitución en la medida que nos constituye de acuerdo a sus leyes, protege nuestra libertad de ser religiosos, o no, sin recurrir a una moral no codificada.

Sin leyes somos seres desconstituidos y, por lo mismo, peligrosos e inestables. Esa es la razón por la que hasta los bandidos requieren de códigos para cuidarse de ellos mismos. Por eso también precisamos de códigos constituidos en leyes: para protegernos entre otros, de los bandidos, incluyendo entre ellos a esos bandidos internos que forman parte de la condición humana.

Los seres sin límites, los ilimitados, bordean el campo de ese post-límite que llamamos locura.

Un exceso de poder nos aleja de los demás, y por lo tanto de nuestra constitución ciudadana, y luego, de nuestra constitución mental. En algunos casos nos convierte en seres fuera de la ley. En otros, en personas que imaginan ser y estar más allá, o por encima, de las leyes (límites).

Alguien con un excesivo poder económico –es solo un ejemplo– puede, entre otras cosas, comprar Twitter y luego fascinado por ese mismo poder, comprar y vender viajes a la luna, y no por último, comprar las economías de otras naciones. Deslumbrado por las posibilidades que ofrece su poder, puede seguir comprando y vendiendo lo que se imagine, hasta alcanzar a mirar la cima inaccesible donde querrá ser el dueño de todo y así llegar al punto donde lo espera lo que nunca podrá comprar: la inmortalidad. Entonces, aterrado y derrotado, caerá, sin poder, debajo de sus propias sombras. Eso suele ocurrir en todas esas situaciones en las que el poder, al no tener límites que lo contengan, inunda a los cuerpos de sus propios detentores, ahogándolos.

*Lea también: Oriente medio: una maraña de estrategias, por Fernando Mires

Con toda razón hay ateos que opinan que nos inventamos a Dios para imaginar el todo-poder, algo que está vedado a los no-dioses, los mortales.

Casi todos los dictadores han muerto solos y abandonados. Hitler, Stalin, Franco, Pinochet, están biológicamente y políticamente muertos. Al Hasad sobrevive solo de modo biológico. Putin está todavía vivo dañando al mundo gracias al poder acumulado, pero ya está solo y abandonado, sin amigos, sin relaciones personales. Maduro, quien heredó el poder, al haberlo perdido lo robó y así pasó a a la historia de los delincuentes del poder.

¿Se entiende entonces por qué hemos de recurrir no solo a las ciencias políticas y sociales sino también a «las ciencias del alma», las llamadas psicologías en sus más diversas variantes? Sin embargo hasta ahora, según mis conocimientos, no existe en ninguna universidad un instituto, o por lo menos una cátedra, de «psicopolítica». Debería existir. Las personalidades de los individuos son, si no determinantes, decisivas –tanto o a veces más que la economía, la sociología y la politología– para explicarnos, por lo menos en parte, esa maraña inextricable a la que llamamos historia política.

Alguna vez deberá ser escrito un libro llamado «Introducción a la Psicopolítica», o algo parecido. Lo digo en serio. Yo ya no lo voy a hacer. Lo dejo entonces como idea. Quizás alguien por ahí la recoge.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS

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