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Respeto, pedimos respeto, por Fernando Mires

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Leo en un artículo del día 18 de agosto la siguiente frase: «Con su avance hacia la región rusa de Kursk, Ucrania se está haciendo respetar en Rusia». Después leí las noticias que llegan desde Venezuela. Entre otras cosas leí que la líder de la oposición, María Corina Machado, usó al menos dos veces la palabra respeto. La primera para referirse a la propuesta del presidente brasileño Lula relativa a repetir las elecciones en las que, de acuerdo a las certificaciones derivadas de las actas en manos de la oposición, Maduro ha perdido la presidencia por millones de votos

Machado afirma que con esa declaración Lula ha faltado el respeto al pueblo venezolano. Evidentemente, Lula no consultó ni a Machado ni a Maduro para proponer una alternativa y así salir del paso sin denunciar al monstruoso fraude cometido por la CNE venezolana. Naturalmente, la repetición de las elecciones podría ser evaluada como una alternativa, pero solo como una entre muchas si es que llega el momento de, si no de diálogo, por lo menos de debate entre oposición y gobierno. Proponerla como única alternativa, y sin consultar a las partes en contienda, es una falta de respeto.

La segunda vez en la que María Corina se refirió al respeto fue en su discurso del 17 de agosto cuando llamó al gobierno a respetar la voluntad electoral del pueblo. De esas referencias a la palabra respeto, podemos deducir que, tanto en la política como en la guerra, el respeto se puede perder o ganar y esto significa que, para ser dignos del respeto, hay que luchar por el respeto. Si no somos respetados debemos hacernos respetar. Cualquiera lo puede constatar con sus propias experiencias de vida.

Podríamos entonces decir que, así como Hegel entiende a la historia universal como una lucha por el reconocimiento, de igual manera podríamos entenderla como una lucha por el respeto frente a quienes no nos respetan, es decir, en contra de los que nos faltan el respeto.

El pueblo político es soberano o no es

Reconocimiento y respeto son dos palabras que suelen cruzarse entre sí. Sin embargo, cuidado, no son sinónimos. La ausencia de reconocimiento implica ignorar la existencia de un otro en lo que ese otro es o quiere ser para sí. Recordemos que, en el caso de la relación dialéctica esclavo-amo, el no reconocimiento significaba para Hegel la negación por parte del amo de la existencia del esclavo, pero no como hombre biológico, sino como hombre libre, de la misma manera que un Putin reconoce la existencia geográfica de Ucrania, pero no como nación independiente y soberana, sino como una parte etno-cultural de la Gran Rusia. Pero en el caso del irrespeto electoral practicado por Maduro al haber robado al pueblo millones de votos, no encontramos signos de desconocimiento del pueblo. Luego tampoco puede haber lucha por el reconocimiento en el sentido hegeliano del término.

El pueblo al votar ya había luchado por su reconocimiento y de hecho, venció. Ahora ese mismo pueblo exige que ese conocimiento, el que consta en las actas electorales, sea públicamente acatado, o en las palabras de María Corina, respetado.

Visto así, la ausencia de respeto puede llegar a ser un crimen aún más grande que la ausencia de reconocimiento. La razón es obvia: En la ausencia de reconocimiento hay un desconocimiento. En la ausencia de respeto no hay desconocimiento, solo hay una negación premeditada y deliberada de lo que se conoce.

En fin, hay una «falta de respeto». De la misma manera, al haber desatado una feroz represión al mayoritario pueblo opositor, Maduro no desconoce al pueblo; todo lo contrario: lo reconoció como un peligro que es necesario aventar. Y como no puede hacerlo mediante la vía política, lo está haciendo por la vía militar.

Maduro está dispuesto a declarar la guerra a la mayoría del pueblo opositor con el claro objetivo de disolver al pueblo político y así reducirlo a la primaria condición de masa demográfica realizando el sueño de cada dictador: gobernar naciones sin polis, es decir, sin ciudadanos.

Como respuesta, el pueblo venezolano con su simple presencia en las calles del mundo, exige respeto a su condición política, es decir, como un pueblo que elige y vota porque el poder, si bien es ejercido desde arriba, proviene desde abajo. El pueblo político o es soberano, o no es. Así entendemos mejor a María Corina Machado cuando dice: «nuestra lucha es espiritual». Tal vez nos quiere decir que esta vez no solo están en juego posiciones de poder, sino la existencia misma de la idea de pueblo. En ese punto Maduro no se diferenciaría de Putin quien solo acepta al pueblo ruso como masa consumidora pero nunca como entidad política.

Por eso, después de negar al pueblo como ciudadanía electoral, el segundo paso de Maduro, siguiendo las reglas sentadas por el tirano Daniel Ortega, ha sido suprimir a las ONG, es decir, cortar los lazos horizontales que conforman la llamada sociedad civil cuando esta se organiza no en contra, pero sin depender del estado. El poder dictatorial es siempre vertical.

La nación de Maduro (y de Cabello y de los Rodríguez) es una territorialidad, lo ha dicho el mismo Maduro, sometida a la alianza de la masa cívica (es decir, el personal dependiente del gobierno), el ejército y la policía. ¿Un estado totalitario? Ni siquiera eso. El totalitarismo no solo es el terror estatal, también es una forma de integración ideológica de la nación con y en el estado. Maduro aplica el terror total, pero no aplica una ideología total pues el mismo, o los suyos, no la tienen. Lo único que puede resultar si es que Maduro, Cabello, o los Rodríguez logran imponerse, es un estado terrorista gobernando sobre una masa disociada o anómica. En cierto modo, una dictadura tropical clásica.

Todo estado totalitario es terrorista; eso está claro; pero no todo estado terrorista es totalitario. O para decirlo con Hannah Arendt, la violencia no es el poder. Más bien es al revés: la violencia aparece allí donde ya no hay poder.

De acuerdo a ese postulado arendtiano, Edmundo González representaría solo al poder. Maduro, en cambio, solo a la violencia y al terror. Siendo menos rigurosos, también podríamos decir: Nicolás Maduro posee el poder de la violencia. Edmundo González posee el poder de la autoridad constitucional. Por eso González es respetado pero no temido. Maduro en cambio es temido pero no respetado. Así nos explicamos por qué en las elecciones del 28 de julio, el pueblo, vale decir, la mayoría ciudadana, al votar por González, votó en contra del terror policial y militar y a favor del principio de autoridad política.

Esa es la misma razón que en estos momentos nos lleva a deducir que, lo que está en juego en Venezuela reside en la diferencia que se da entre un estado militar y un estado político. Al votar mayoritariamente por González los ciudadanos venezolanos optaron por un estado político basado en el respeto en contra de un estado policial y militar basado en el terror, como ha probado ser el de Maduro en la fase poselectoral.

Mucho se ha insistido, y con razón, que la líder del pueblo opositor es María Corina Machado. De eso no cabe duda. Pero esta afirmación cierta pasa por alto el otro liderazgo, tanto o más importante que el representado por María Corina. Me refiero al liderazgo ejercido por Edmundo González Urrutia. Aquí podemos decir con certeza: la oposición no pudo haber inventado un mejor representante de la política como es González en contra de un radical representante de la antipolítica como es Maduro.

González es, efectivamente, un anti-Maduro. Cuando Maduro insulta, González razona. Cuando Maduro vocifera, González conversa. Cuando Maduro desata su odio a la oposición, González invita al diálogo. El idioma de Maduro es el de la guerra, el de González es el de la concordia.

Frente a González, las falencias, no digamos políticas sino simplemente humanas de Maduro, quedan al desnudo apareciendo efectivamente como lo que es: una representación del odio. González en cambio aparece como la representación del respeto. Respeto, sí, esa es la palabra.

Del respeto privado al respeto público

El respeto, en sus dos formas, la privada y la política, no se compra en las farmacias; se tiene o no; y luego, se ejerce, o no. Sin respeto no hay formas de relacionarnos ni personal ni socialmente. Por eso, cuando no se nos respeta, pedimos, incluso exigimos, respeto. En ese sentido podríamos diferenciar entre dos modos de respeto. El que viene de la tradición y el que viene de la política. La línea que separa a ambos respetos no puede ser en ningún caso demasiado gruesa. De hecho el respeto que exige la práctica política no podría existir sin el respeto que viene de la tradición.

Recurriendo a la –en las ciencias políticas, conocida– «paradoja de Böckenförde» cuyo enunciado dice «El estado libre y secular vive de fundamentos que el mismo no puede garantizar”, entendemos que hay un plus de valores no constitucionalizados sin los cuales ninguna constitución del mundo sería posible. Esos valores no políticos, digamos tradicionales, culturales, religiosos, sientan sin embargo las bases del respeto político, pero para que primen políticamente se requiere un traspaso de valores que crecen desde el espacio de lo privado hasta llegar al espacio de lo público. De acuerdo a Zygmunt Bauman, la política es la representación de lo privado en el ágora pública, el lugar de las diferencias y del debate, pero también de los acuerdos desde donde nacerán leyes que valen para todos.

No sabemos si Maduro (o Cabello o los Rodríguez) son respetuosos con los suyos en su vida íntima. Puede que sí. Muchos dictadores sangrientos –otros no– han sido seres muy respetuosos en su vida familiar (Franco, Pinochet, entre otros). Esposos fieles, padres comprensivos, amigos de sus amigos. Tal vez Maduro, según su hijo Nicolás, sea un buen padre. Pero como mandatario pertenece a esa especie incapaz de hacer un traspaso de los valores privados hacia la escena pública.

Todo lo contrario: bajo «la luz de la política» (Arendt) Maduro se convierte en lo que no es o aparenta no ser en privado: un ladrón de votos, un delincuente aferrado al poder, un ser odioso, un perseguidor de mujeres niños y ancianos, un energúmeno incapaz de sentir respeto por los que con él no concuerdan, un aliado incondicional de todas las dictaduras del mundo.

Lo privado no es lo público, pero tampoco es su antinomia. Si se convierte en antinomia, estamos frente a un caso clínico de personalidad doble. Puede que este sea el caso de Maduro. Pero eso no es lo que más importa aquí. Lo que sí importa es que en la escena pública Maduro no respeta al pueblo opositor el que, de acuerdo a «las actas de la verdad», ya es recocido por la opinión pública mundial como el soberano de las elecciones presidenciales de julio del 2024.

Dicho en palabras más escuetas: Maduro, al no haber realizado la conversión de sus valores privados en valores públicos, no puede, no debe y no merece ser presidente de una nación. Por eso la nación le ha dado las espaldas eligiendo, por mayoría absoluta, a una persona intachable, tanto en su vida privada como en su vida profesional y pública: Edmundo González Urrutia: Voz política en medio de una realidad antipolítica circundada por hechos y palabras de guerra.

*Lea también: OEA: el respeto al principio de la soberanía popular, por Marino J. González R.

La política y la guerra, lo hemos dicho otras veces, no son lugares para practicar la amistad. Al contrario, sin enemistad, es decir, sin alineamientos entre amigos y enemigos, no habría política. Pero, para que la política sea política y no guerra, requiere de la conservación, no de la eliminación del enemigo. Cuando Maduro dice que enviará a González al exilio, o cuando groseramente se jacta de las cantidades de personas inocentes que ha encerrado en las cárceles, está amenazando la integridad física de sus enemigos así como hace el dictador Putin con cada opositor que se atraviesa en su camino.

Si quisiera derrotar políticamente a González, Maduro debería invitarlo a una discusión pública, así como suele ocurrir en todos los países civilizados. Pero no da la cara al enemigo. Prefiere faltar el respeto a Gonzáles, burlándose de su edad y de su mesura, guarecido detrás de los uniformes de soldados adiestrados para matar, pero no para discutir con el prójimo.

Los ciudadanía venezolana, así lo manifestó con sus votos, quiere ser respetada. Por eso exige respeto. Un respeto que nunca puede ser obtenido bajo una dictadura, solo en democracia. Por eso mismo Venezuela ha pasado a ser un símbolo mundial en la lucha democrática de nuestro tiempo.

Sin respeto no hay política y sin política solo hay barbarie.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS

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